viernes

Me enamoré de un perro.

Del mejor de los canes, el mejor, sin duda el más lindo, obediente, dinámico y con los ojos más bellos del universo.


Lo amé, en serio lo amé.


Lo amé porque sus ojos me fascinaron, lo amé porque en ese momento acababa de perder a otra mascota y el me hizo volverme humana otra vez, lo amé porque creí que era un perro fiel. Y por supuesto que era el perro más guapo que mis ojos han visto. Quize ponerle una placa, que dijera su nombre y la dirrección a donde mandarlo si se perdía, quize ponerle una placa que dijera que me pertenecía, no para presumirlo, porque él tiene sentimientos, quize ponérsela porque yo quería creer que era mío, que al fin una mascota me era fiel, que me quería de regreso.


Ví en él lo que nadie nunca vió, traté de conocerlo para entenderlo bien, él siempre fue un perro salvaje, descendiente directo de los lobos, según dicen, pura sangre, y eso se notaba sólo con verlo, era un perro rebelde, pero quize creer que era mío.


Lo amé.


El perro nunca fue mío, pero tampoco de ella. No era ni es de nadie, porque él es un rebelde, por eso lo amé. No le puse placa porque no fue mío, no fue mío porque nunca tuve el valor de adiestrarlo. Él sigue su vida, yo trato de regresar a ella, que ese perro me dejara fue lo peor, aunque conocerlo fuera lo mejor, duele.


Amé a mi perro y aún lo amo.
                          

                                  ¿Qué es peor?
Fin.
(Aunque no todos vivieron felices para siempre).


                                             Para quien no lo notó:
No estaba hablando
de un perro normal.
Hablaba de un perro
llamado Miguel,
con dos piernas
y sin cola.

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